Las últimas semanas noticiosas fueron vertiginosas en torno a dos situaciones que acapararon las primeras planas, afectando directamente al entramado político y, en consecuencia, la opinión pública. Los tratamientos informativos corporativos transitan sobre caminos sinuosos para intentar disminuir la mala imagen de la élite.
Las elecciones en Venezuela, seguidas de las acusaciones de fraude contra el presidente Nicolás Maduro, mantuvieron la atención mediática y de la élite política en un consenso general de condena a un gobierno -denominado como “el régimen”- que merece la exclusión del sistema internacional de los países democráticos, integrado esencialmente por naciones occidentales, las cuales, desde los centros metropolitanos en los Estados Unidos y Europa, determinan quienes son aceptables y reprobables, reservando a estos últimos las penas del infierno de las sanciones.
Las informaciones y sus tratamientos periodísticos sobre Venezuela han sido mayoritariamente unificadores para la élite nacional, con la excepción del Partido Comunista, que debe pagar el costo de enfrentar tanto el poder monopólico de la prensa como los contenidos contrarios al chavismo, incluso en los medios alternativos.
En contraposición, el mal llamado caso Audios (más bien debería ser el caso Hermosilla) muestra a una élite corrompida donde una clase gerencial -abogados y administradores- intermedia entre el dinero y las decisiones políticas.
Entonces, nos encontramos frente a dos informaciones con capacidades contrarias. Por una parte, Venezuela como ejemplo de una visión de Estado que no se somete al diktat de la hegemonía occidental, pero que sirve para la cohesión política y social de la opinión pública, pero sobre todo de la propia élite, la cual puede mostrar sus cartas democráticas haciendo ver en el ojo ajeno los problemas de separación de poderes, libertad de expresión y respeto a la democracia liberal, y no en el propio.
El interés mediático corporativo por mantener la cohesión entre los ciudadanos y sus liderazgos, hizo que las noticias de las elecciones venezolanas se mantuvieran como las destacadas de la prensa, exhibiéndose en lugares de privilegio de medios escritos o televisivos. Por otra parte, la actitud del PC al defender al gobierno de Maduro sirvió para demonizar a este partido, mostrándole fuera de un consenso razonable de la convivencia democrática.
En la otra vereda, la atención pública que supone el caso Hermosilla, con el desfile de nombres de conspicuos personeros de la política, los negocios y la farándula, tiene todos los condimentos para mantenerse como un tema que marque la agenda pública por semanas o meses. Sin embargo, produce un daño reputacional aún no cuantificable de toda la élite, pero sobre todo al modelo económico instaurado en dictadura –y perfeccionado en democracia- que dividió al país entre los dueños de las empresas y su clase gerencial versus las personas comunes.
El daño a la élite vuelve a revivir los fantasmas del octubrismo al acercarse un nuevo aniversario de la efeméride. Algunos empiezan a señalar que los problemas objetivos que estimularon la revuelta del Estallido Social no están resueltos, y que los casos como el de Hermosilla reviven el estado de enervación de la opinión pública contra las empresas abusivas, empresarios corruptos (o corruptores) y los políticos encubridores: “Cualquiera que sea la evaluación personal que hagamos sobre ese ‘estallido’, nadie sensato desconoce que fue una enorme y verdadera erupción de rabia contenida y protesta generalizada de la población contra la corrupción, la ineficacia y la crisis de legitimidad de nuestro sistema político y de las instituciones emergidas desde la transición a la democracia”[1].
Sin lugar a dudas el caso Hermosilla, con las amenazas explícitas e implícitas de su defensa por abrir a la opinión pública todos los antecedentes de las relaciones incestuosas entre la política y el dinero, necesita la creación de una estrategia comunicacional/mediática a la altura del desafío, a fin de controlar los posibles daños en la médula del modelo. No tenemos dudas que estas estrategias se están ejecutando en este mismo momento en que se redacta esta columna, evidenciando que los medios funcionan como un soporte organizado según premisas políticas por sobre los cánones exclusivamente periodísticos.
No hay que olvidar que el aparato comunicacional hegemónico corporativo (medios y redes sociales), que sustentan el ecosistema político/empresarial, funciona como un reactivo para conducir las argumentaciones, pero también como una forma de encausar el descontento, dirigiendo el desprecio de las masas hacía individuos o sectores predeterminados[2]. En el momento que aparecen amenazas efectivas contra el sistema, los aparatos comunicacionales institucionales y los medios masivos son empleados a fondo para desactivar situaciones que sean potencialmente entrópicas.
De esta manera, cuando el descontento masivo durante el Estallido Social sobrepasó las capacidades mediáticas para crear opinión, los medios corporativos revaluaron su posición táctica, haciéndose parte de los descontentos, pero reafirmaron su compromiso estratégico con el modelo de desarrollo: el Estado subsidiario y el sistema de AFP. Así, la estrategia se alineó con el propósito de hacer fracasar la propuesta constitucional nacida en el seno del Estallido[3], que amenazaba toda la estructura.
El caiga quien caiga -palabras que son repetidas como una letanía por el poder político- busca resguardar la subsistencia del modelo en una actitud que prefiere sacrificar algunos alfiles para salvar al rey.
La defensa hecha por Juan Pablo Hermosilla de su hermano Luis ha estado basada sobre los preceptos de resguardar el sistema. Desde un comienzo, el abogado se mostró solícito con la prensa y los protocolos judiciales, descartando cualquier defensa basada en aristas políticas (el caso de Daniel Jadue muestra una estrategia comunicacional opuesta, al basar la defensa en los temas políticos).
El mensaje implícito de los Hermosilla, para quien quiera leer entre líneas, fue: colaboraremos mientras el sistema comprenda que tenemos la facultad de crear un daño significativo, lo que implicaba mantener a Luis con medidas cautelares poco gravosas.
La entrada en la lisa comunicacional del presidente de la República, Gabriel Boric, fue una de las líneas rojas que Juan Pablo Hermosilla considera como infranqueables, subiendo la apuesta de las argumentaciones políticas y llevando el tema a un punto de amenaza sistémica a lo que el gobierno dio acuso de recibo: “yo creo quesería extremadamente complicado para el sistema político en su gravedad (…) Si usted a eso agrega que tiene un caso de alta connotación pública, donde participa un abogado reconocido y que tiene contacto con personas de distintas instituciones y distintos espectros, y se revela esa información más allá si hay delito o no hay delito, las personas terminan de confirmar esa opinión de desconfianza en las instituciones”[4].
Los casos de Venezuela y Hermosilla se dan en un contexto geopolítico que exacerba las críticas al entramado comunicacional globalizado. Los cuestionamientos a la red social X no solamente vinieron desde Venezuela, también en Brasil o Irlanda. Los gobiernos ven en las capacidades de creación de opinión pública a través de las redes sociales como un atentado contra la soberanía nacional. Los gigantes tecnológicos como Meta, X o Google son percibidos como beligerantes en un mundo donde la neutralidad del medio se cuestiona por casos como Cambridge Analytica, las acusaciones de intervención electoral rusa en las últimas elecciones estadounidenses o las recientes elecciones en Venezuela en comento.
El fenómeno de empresas tecnológicas como centro de la disputa geoestratégica con la detención del creador y dueño de Telegram, Pável Dúrob, en Francia, es el último acontecimiento que vaticina el fin de la globalización a manos de una lucha esencialmente ideológica por el control de la opinión pública entre la hegemonía unipolar versus la multipolaridad, caracterizada por la intervención del espacio público digital por parte de Estados que visualizan los peligros de las redes y no están dispuestos a ceder terreno frente a sus contrincantes. Mientras, los gigantes tecnológicos persiguen sus propios fines políticos muchas veces como comparsas de los gobiernos de turno, pero siempre como herramientas de dominación.
Por: Centro de Estudios de Medios
Referencias:
(*) En psicología: Grado de desorden e incertidumbre al que están expuestas las personas en determinados momentos de su vida.
[1] Columna de Guillermo Pïckering, empresario y político, en El Mostrador 31/08
[2] En la novela de George Orwell 1984, el sistema, “El Gran Hermano”, crea la figura de Emanuel Goldstein para que incentive el odio popular
[3] Ver los informes y análisis del CEM (Centro de Estudios de Medios de la UAR) sobre los titulares de los medios en el plebiscito del Apruebo /Rechazo.
[4] Ministro Luis Cordero en Biobiochile.cl 02/09