Las últimas informaciones muestran cómo la violencia reemplaza a la disuasión como elemento central de la política exterior de los países. Desde el Ártico a la Antártida, la doctrina militar de los Estados Unidos suma nuevas regiones a un conflicto que se vuelve generalizado, pasando así desde la globalización neoliberal a la globalización de la militarización.
Después de las dos guerras mundiales con la invención y uso de la bomba atómica por los Estados Unidos sobre ciudades japonesas fuertemente defendidas por mujeres, niños y ancianos, se estableció, implícita y explícitamente, que la época de los grandes conflictos había terminado.
La proliferación del armamento nuclear como el desarrollo de la bomba de hidrógeno, hicieron pensar que la guerra entre las grandes potencias era garantía de la “destrucción mutua garantizada”. Las relaciones internacionales viraron hacia un equilibrio en lo que se llamó “La Guerra Fría”.
La doctrina de los países hegemónicos -Estados Unidos y La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)- se basó en la disuasión de posibles ataques entre los bloques de poder, mientras la periferia fue blanco predilecto de la rapiña imperialista. La guerra directa entre hegemones, imposibilitada por la tecnología nuclear, derivó en los países No Alineados y neutrales, en sus propias doctrinas de disuasión mediante el engrosamiento del aparato militar convencional. Otros países, con conflictos regionales o locales abiertos, desarrollaron su propia tecnología atómica para ganar ventajas de negociación o garantía de no ser blanco de ataques.
La caída de la URSS con la fragmentación de su espacio de influencia, la aparición de nuevas potencias nucleares como China, Francia, Reino Unido, Pakistán, India, Israel y Corea del Norte, han dibujado un nuevo escenario de equilibrio precario de la disuasión.
Desde el comienzo de la guerra entre Rusia y Ucrania -esto es, desde 2014 tras el Euromaidán y el consiguiente golpe de estado que llevó a la política de rearme y fortalecimiento de las fuerzas armadas ucranianas por parte de occidente-, las doctrinas militares han ido variando de acuerdo a los nuevos rasgos de las amenazas. Napoleón decía que “si se quiere conservar la superioridad en la guerra, es menester mudar de táctica cada diez años”.
La agudización de las diferentes crisis que asolan el mundo, así como la emergencia de China como la mayor potencia económica mundial, hizo que los Estados Unidos recurra a la creación de una nueva doctrina militar y de relaciones exteriores que busca aplacar las amenazas a su supremacía.
La asunción de la nueva doctrina norteamericana crea un efecto de imitación, lo que lleva a los demás países de su esfera a revisar sus propios protocolos de defensa, pasándose desde la disuasión activa al golpe preventivo para satisfacer sus perspectivas de poder.
La nueva doctrina militar de los Estados Unidos llevó al rearme ucraniano bajo las premisas belicistas de los seguidores neonazis del panteón de los héroes nacionalistas de dicha nación, que desembocó en la respuesta militar de la Operación Especial de Rusia; mantuvo a Israel como un ente activo en el control del Medio Oriente a su imagen y semejanza con golpes militares periódicos a sus rivales, permitiendo, además, que Israel cometa un genocidio abierto contra el pueblo palestino.
El atentado terrorista en Moscú y el bombardeo de la central nuclear de Zaporiyia contienen la misma lógica de exacerbar el conflicto en momentos que Ucrania se hunde en una guerra cada vez más impopular, donde no se ven posibilidades de victoria.
Los últimos acontecimientos demuestran que la doctrina militar estadounidense sigue afiatándose en las distintas latitudes del mundo. Los países fiduciarios al imperialismo americano siguen los patrones de comportamiento de su liderazgo, maximizando los riesgos de conflictos en cualquier parte del planeta.
Por ejemplo, el ataque que realizó Israel contra el consulado iraní en Siria siguió el mismo patrón que el asesinato del general iraní Qasem Soleimani realizado por Estados Unidos en Irak en 2020; posteriormente al ataque al consulado iraní, el presidente ecuatoriano ordenó la invasión de la embajada de México en Quito.
La señal es clara: en el nuevo orden geopolítico, las embajadas y consulados no son territorios que estén a salvo de las políticas agresivas, retrotrayendo las leyes internacionales en décadas, hasta antes de la Convención de Viena de 1961.
La prensa corporativa chilena dio bastantes espacios para tratar la crisis entre Ecuador y México, reaccionando airadamente a la par de las repercusiones políticas en un país que ha hecho de la legislación internacional su baluarte diplomático. Sin embargo, esta misma prensa no dio el mismo tratamiento e intensidad informativa al bombardeo de la embajada iraní en Siria.
El ataque de venganza de Irán el sábado 13 de abril fue el gran tema de información tomada por los medios corporativos de comunicación locales; la espectacularidad del bombardeo contrastó con la eficacia del mismo, convirtiéndose en un golpe de efecto más que un golpe de destrucción. Los tratamientos noticiosos tendieron a dejar de lado que el ataque iraní fue en respuesta al asesinato de altos funcionarios persas en Damasco. De esta forma, continúa la política de demonización de la teocracia iraní, mostrando a la opinión pública que ese país está regido por un totalitarismo religioso peligroso.
La serie de golpes que se han sucedido -con el flanco abierto para la escalada tanto en Medio Oriente como en Ucrania-, demuestran que las relaciones entre países, especialmente entre los bloques del Occidente Corporativo versus el Sur Comunitario, han entrado en una fase donde la disuasión fue reemplazada por la retaliación, lo que lleva a situaciones complejas, explosivas y de difícil control, ya que los países rivales de occidente están respondiendo militarmente en vez de retóricamente.
Por otra parte, las ondas de efecto de los reacomodos geopolíticos llegan a América del Sur donde los gobiernos de países como Ecuador y Argentina sirven de caballito de batalla para imponer la nueva doctrina estadounidense.
La estrategia de la Argentina de Javier Milei supone convertirse en el más estrecho aliado de los EE.UU. en la región, desplazando a Chile, que fue el “mejor alumno del curso” durante años, hasta que desarrolló una demasiado estrecha relación comercial con China (el país asiático es el principal socio comercial de Chile).
Para llegar a esta situación privilegiada, Argentina anuncia la creación de una base militar de Estados Unidos en Tierra del Fuego; hace explícito el reclamo sobre la Antártida; exacerba el conflicto contra Colombia y Venezuela; anuncia que pedirá la admisión de Argentina como “socio global de la OTAN”; compra aviones F-16 a Dinamarca con el apoyo financiero de los EEUU; dice ser aliado incondicional de Israel a pesar de las condenas por genocidio; entre otras acciones.
La estrategia chilena de desarrollo basada en la globalización mediante tratados de libre comercio, asumida por los gobiernos post dictadura pinochetista, debiese ser revisada cuando los Estados Unidos miran activamente hacia Latinoamérica para limitar la presencia de China, reforzando su presencia militar, en una doctrina Monroe revitalizada.
La prensa nacional muestra los lazos cercanos del Chile neoliberal con los EE.UU. al ignorar el anuncio de la base militar en Tierra del Fuego; sin embargo, cuando abiertamente Milei apuntó hacia la Antártida, la noticia fue incluida en la agenda corporativa mediática.
Mientras, se anuncia la pronta llegada del portaaviones estadounidense George Washington para ejercicios navales conjuntos con la armada chilena: la globalización de la militarización continúa su camino de la mano de la nueva doctrina de la retaliación preventiva.
Centro de Estudios de Medios