Las elecciones del 26 y 27 de octubre marcaron un nuevo hito en la deslegitimación de la clase política en constante declive desde el regreso a la democracia. En un comienzo, la deuda con las clases populares se debía a la mantención de las leyes y las estructuras de la dictadura, en un modelo económico profundamente antidemocrático, el cual, política y económicamente, puede definirse como oligárquico. En los últimos tiempos, la opinión pública pudo asistir a una seguidilla de escándalos protagonizados por la élite política que van desde la corrupción a la delincuencia sexual, en una especie de paroxismo de decadencia moral.
El regreso a la democracia, para quienes habían sufrido toda clase de crímenes y vejámenes, significaba una oportunidad para la esperanza, ya que la nueva institucionalidad prometía revertir todos las acciones impulsadas por el tirano: desde las privatizaciones de las empresas del Estado hasta la constitución corrompedora basada en el subsidiariedad como emblema de un Estado impotente y una oligarquía económica poderosa, además de la esperanza de justicia para las víctimas de violaciones a los DDHH.
El contubernio entre las fuerzas políticas convirtió esas esperanzas en vacías, bajo la oferta de mejorar económicamente la vida de los ciudadanos, quienes pasaron a la condición de consumidores, en un modelo de negocios donde el endeudamiento es la fórmula ofrecida por la élite para el progreso individual. Así, después de tantos años de desengaños, los ciudadanos comprenden que el endeudamiento es una amenaza directa a sus vidas, una forma de esclavitud moderna que los obliga a mantenerse obedientes a sus jefes y al modelo, so pena de no ser sujetos de crédito.
En su afán de maximizar las utilidades, el neoliberalismo “desplazó el eje principal de su acción, al menos en occidente, del trabajo (esfuerzo, sacrificio, dolor) al consumo (placer, deseo y gratificación sin esfuerzo, sin sacrificio, sin dolor)” (1).
Sin embargo, el endeudamiento y su promesa de prosperidad, cual opiáceo, se vuelve contra el consumidor, devolviéndole hacia un mundo de dolor, incertezas y fragilidad. En el despertar del delirium tremens de regreso a la realidad, la insatisfacción por la acumulación se siente como un gran vacío.
En un mundo poblado de monstruos reales o imaginarios, donde los personajes grotescos se suceden para demostrar a los ciudadanos que “todo lo sólido se desvanece en el aire” (2) como en un déjà vu permanente, que refuerza en las personas la idea de que lo único importante es el éxito económico a toda costa.
En este escenario de cuestionamiento existencial se desenvuelven las elecciones de forma periódica, ahora de autoridades locales. La masa de electores subvenciona a la política al ser obligados a incurrir a sufragar por personajes que, en muchas ocasiones, no representan más que una imposición elitista; quienes reciben un estipendio por voto recibido y que mantiene la amenaza de represalias económicas contra los vocales de mesa que tienen que trabajar por una elite política y un sistema al que cuestionan y detestan.
En este mundo carente de valores, los medios y los políticos se combinan para convertir el hito electoral en una mise en scène, un momento solemne y trascendental para las virtudes republicanas, destacando la alta participación ciudadana para legitimar lo cuestionado: “en total votaron 13.112.000 ciudadanos, lo que corresponde al 84,87% del total habilitado para sufragar. Esto es por lejos la participación más grande en una elección de autoridades locales. Pero es, además, la participación más grande en la historia electoral del país” (3).
Sin embargo, los medios corporativos no destacan que entre las personas que no concurrieron a votar (15% del electorado), los nulos y blancos (15%), casi un tercio de los votantes manifestó una actitud de castigo. Por otra parte, la deslegitimación de la clase política se ha vuelto una estrategia para algunos que se disfrazan de independientes, alejándose lo más posible de la corrupción partidaria.
Entre los triunfos emblemáticos destacó el de Matías Toledo en Puente Alto (la comuna con más electores de Chile con más de 400.000), quien enfrentó tanto al oficialismo como a la oposición haciendo un trabajo territorial sistemático. Lo logrado por Toledo se convierte en un ejemplo a seguir para la izquierda: regresar a las poblaciones como forma de legitimación y como contrapunto de la clase política elitizada.
Por otra parte, será posible culpar al elector de su vaivén preferencial, virando desde un extremo al otro del arcoíris político en busca de esperanzas, siempre dispuesto a escuchar los cantos de sirena de quien los seduce, convenciéndoles de confiar en un nuevo actor o él mismo reciclado, que promete no prevaricar ni satisfacerse con los recursos públicos.
Los problemas de la democracia liberal se hacen cada vez más evidentes en todo el mundo, para cualquier observador, incluso en los medios corporativos, la deslegitimación de los partidos, la falta de liderazgos y la corrupción, permite el empoderamiento de los grupos de ultraderecha o la atomización e individualización de los ciudadanos carentes de futuro.
La democracia liberal se ha convertido en una herramienta para mantener el statu quo en plena decadencia, mientras, los llamados a tomar las banderas de la rebelión caen en el desconcierto: “la clase obrera no es derrotada por el capitalismo, sino por la democracia” (4).
Centro de Estudios de Medios
Referencias
1. Maurizio Lazzarato ¿Hacia una Nueva Guerra Civil?, edición Tinta Limón 2024
2. El Manifiesto Comunista, Marx y Engels, 1848
3. Andrés Tagle, director del Servel en Biobiochile.cl 28/10
4. Filósofo italiano Mario Tronti, La política contra la historia, ediciones Traficantes de Sueños, 2016