Opinión / Arte, estallido y revuelta

Los estallidos y revueltas sociales y políticas de las últimas dos décadas y del siglo pasado en Chile siempre han estado relacionadas y/o generan una gran inspiración para el mundo de la creación popular. En nuestro territorio las calles, los muros, y los espacios públicos en general han sido siempre cómplices de ese decir y de ese comunicar. La revuelta social de octubre de 2019, del que hoy conmemoramos cinco años no estuvo exento de esa expresividad popular.

Se ha señalado que la revuelta “creó sus propios medios y canales de comunicación”, los que desde distintos soportes, estéticas y circulaciones se establecieron como un espacio a medio camino entre el activismo artístico y el político, jugando en ellos, la imagen, la palabra escrita, la escénica y la oralidad los roles más preponderantes.

Al mismo tiempo se ha planteado desde los primeros análisis, que surgieron a los pocos días del inicio de las movilizaciones, que la protesta social de octubre 2019 tuvo la particularidad de ser una disputa por el espacio público o de intentar ponerlo en disputa, sobre todo si se considera las diversas acciones realizadas por colectivos activistas o por activistas individuales. Estos pasaron por la intervención espacial, el plegado de esténciles, el despliegue de papelógrafos, la realización de rayados y murales, y las innovadoras proyecciones lumínicas, hasta la rápida elaboración de archivos populares, sumadas a las habituales performances -que siempre habían tenido presencia en las marchas- y que responden a procesos creativos y expresivos de colectivos artísticos, grupos de teatro, artes visuales, músicos, entre otros. Todo eso y más se constituyeron como el espacio o el despliegue performático de la protesta, en una lógica de intervenir y reconfigurar los territorios y a la ciudad neoliberal.

Es por eso que se dijo en su momento y que hoy se recuerda, que a partir de la revuelta social de octubre de 2019 las ciudades y sus espacios fueron disputados, y sus diseños y estéticas autoritarias puestas en cuestión por los colectivos y actores sociales. Solo cabe recordar cuantas estatuas fueron derribadas, destruidas o intervenidas por representar la historia colonial, militar y patriarcal de Chile. Una mención especial de esta disputa hay que indicarla con fuerza: se dio también en tantos territorios ignorados, localidades olvidadas, rurales y de pueblos originarios.                                                                                                                                                                    

Esa irrupción en el espacio público que se articuló desde múltiples estrategias artísticas de visibilidad, se hizo también desde los cuerpos, desde “el pueblo” que surgió para el estallido social. “Pueblo” y cuerpos que se sintetizan en varios “nosotros” escritos cerca de las calles de Plaza Dignidad, o en el “históricas” del ocho de marzo de 2020. El cuerpo expuesto, el cuerpo intervenido, el cuerpo violentado, el cuerpo liberado, fueron parte de las expresiones que el estallido nos dejó en la memoria, y los colectivos y artistas, así lo entendieron. Era un cuerpo diverso, de distintas generaciones, de diferentes culturas, que se expresaba y se representaba.

Y muchas de esas expresiones y representaciones tuvieron también, una lógica de cuerpo, de funcionar como comunidad o colectivo que colabora, que establece vínculos con unas otras y unos otros que no conocíamos, que ignorábamos, pero que el estallido ubicó en un mismo carril, en una misma dimensión, y que los hizo mirar hacia horizontes comunes. Estos vínculos, hicieron que el arte y sus posibilidades no solo se vieran como una construcción colaborativa y participativa, sino que estableció una relación más horizontal en sus procesos, tanto en sus roles, como en sus aproximaciones creativas y de construcción comunitaria.

De la mano de la calle y de los cuerpos, de la mano de la creación popular, de la mano de la creación colectiva, de la mano de la visibilización de otras temáticas, y de la mano de decisión de pasar a entender las artes como una posibilidad de ataque y de contención, estuvieron las redes y su posibilidad de expansión, de transmisión más allá de las fronteras tridimensionales, y de entender el fin político que se puede gestionar desde las mismas. Las redes digitales en la más reciente revuelta chilena no sólo fueron herramientas de difusión, de organización y convocatoria colectiva, de transmisión de información, de creación de conciencia, de elemento desmitificador de mentiras, sino que además fueron herramientas para el registro, para el archivo autónomo y para la creación artística que se desplegó por todo el territorio. Al mismo tiempo podías ver en directo una intervención en la esquina de tu barrio, una acción a ochocientos kilómetros de distancia o una réplica de la performance de Las Tesis en otro continente.

Por meses surgió como nunca el arte militante, comprometido, expresado principalmente en los cuerpos sencillos, marginados y abusados. Apareció la identidad popular, creativa y transformadora, dispuesta a ocupar los espacios tantas veces negados. Fue un nuevo aprendizaje que en estos cinco años del que hoy hacemos memoria, activó nuevos gérmenes insospechados y mantuvo activo, en distintas expresiones, todos esos enriquecimientos que generaron esos cinco meses.

Estas pocas palabras intentan no sólo traer a la memoria una parte pequeña de lo ocurrido, sino que poner en relevancia lo que vivimos, los cambios que dejó instalados, pese a los intentos por borrarlos y cargarlos de negatividad.

Jordi Berenguer
Universidad Abierta de Recoleta
Instituto de Cultura y Arte Popular