El incierto retorno a clases de la educación superior para 2021, así como las drásticas reducciones presupuestarias de las casas de estudio afines al Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH), actualizan un sensible y relevante debate en torno a las estructuras de dichas instituciones. Cuando estamos ad portas de un cambio estatutario en la mayoría de las universidades estatales, en la que sus comunidades decidirán entregarles o no derecho a voto a funcionarios, estudiantes y profesores por hora, más allá de los porcentajes que dispongan para cada estamento, lo que permanece pendiente es el compromiso con un cambio cultural más profundo, que consiste en incorporarlos de manera efectiva en los procesos de toma de decisión, de liderazgo, de gestión y de monitoreo. No sólo se trata de obtener derecho a voto; se trata también de respetar su derecho a voz, a compartir experiencias nacidas desde roles diferentes al interior de una misma organización, a reconocer e integrar a la diversidad; en otras palabras, a participar desde una dimensión distinta de lo estrictamente electoral. Eso es lo que se ha expresado en las calles, y las universidades no pueden ser muros de contención de esos cambios sociales legítimos y esperados.
Dicho cambio ha sido mandatado por la Ley 21.094 sobre Universidades Estatales, que obliga a las instituciones de educación superior a modificar sus estatutos, exceptuando a las que lo habían hecho después del 11 de marzo de 1990. Durante más de treinta años la herencia dictatorial se ha mantenido medianamente incólume en la organización y funcionamiento de nuestras casas de estudios. Con todos los límites que contiene esta ley, ofrece, no obstante, un marco de gobernabilidad más avanzado que el que actualmente nos rige, pues interpela a que la creación del conocimiento científico, humanístico y artístico debe tener como finalidad “contribuir al fortalecimiento de la democracia, al desarrollo sustentable e integral del país y al progreso de la sociedad en las diversas áreas del conocimiento y dominios de la cultura” (Art. 1).
Tremendo desafío porque, promulgada en 2018, esta ley no podía presagiar el estallido social del 18 de octubre o anticipar la demanda por mejores formas de participación que se exigen en el Chile actual. Es importante recordar que esta ley se originó a partir de numerosas demandas, principalmente estudiantiles, pero también muchas de ellas de carácter multisectorial, que ya desde antes del año 2006 animaron numerosas marchas multitudinarias, que poblaron las calles de Chile con consignas de democratización de todas las estructuras fuertemente jerárquicas y verticales correspondientes, por cierto, a los enclaves de nuestro ignominioso pasado dictatorial y conservador.
La Ley 21.094 vino a ser una especie de corolario que respondió a esas demandas sociales y que abrió el desafío de transformar los estatutos orgánicos para recoger las orientaciones que la ley obliga, en su forma y contenidos. Las comunidades universitarias pueden tender a la colaboración y no a la competencia. Se trata de construir una cultura de la participación, colaborativa y permanente, que permita generar bienestar integral en el conjunto de sus miembros.
Los tiempos obligan a diálogos que antes parecían imposibles, sin verse (presencialmente) las caras, y con menos recursos que los de antes las universidades públicas se ven confrontadas a reaccionar a un inminente proceso de democratización. Lo primero será hacer un esfuerzo por desechar las prácticas políticas anquilosadas, sustentadas en el miedo, el clientelismo y la falta de transparencia. Para estos desafíos no se requiere solamente del hecho de acatar la letra de una ley: se requiere ante todo de convencimiento, de convicción, de ética, de consecuencia, de voluntad, y por supuesto, de compromiso.
Cristina Moyano Barahona
Doctora en Historia.
Investigadora de la Universidad Abierta de Recoleta
Presidenta del Comité triestamental para la reforma del estatuto orgánico de la USACH.