“La Luna en el Espejo”, cuarto largometraje del director chileno Silvio Caiozzi, fue estrenado en 1990, año muy fructífero en términos de producción de cine nacional, ya que además llegaron al público otras nueve obras cinematográficas, entre las que destacan “Caluga o menta” de Gonzalo Justiniano y “Amelia López O´Neill” de Valeria Sarmiento. La película de Caiozzi, además, tiene la particularidad de haber sido el primer largometraje estrenado en la “nueva democracia” chilena, postdictadura de Pinochet. De ella hablamos en este artículo de Abramos Alamedas 2 y, claro, recomendamos su visionado.
Advertencia: en la siguiente lectura hay alusión a algunas escenas que podría considerarse spoiler.
Por Javier Muñoz P., guionista y coordinador académico UAR.
“La luna en el espejo” fue seleccionada para participar en la competencia del Festival Internacional de Cine de Venecia de 1990, junto a grandes películas como “I Hired a Contract Killer”, de Aki Kaurismäki, o “Goodfellas” de Martin Scorsese. Si bien no logra ganar el premio a la mejor película, Gloria Münchmeyer fue galardonada con el premio a la mejor actriz del certamen. Otra curiosidad es que esta película es la segunda adaptación cinematográfica de Caiozzi a una obra de José Donoso, lo que perfila una de las relaciones más fructíferas entre un escritor y cineasta en Chile, representando muy bien en “La Luna en el Espejo” el mundo claustrofóbico, autoritario y atávico de Donoso (Cavallo, Douzet y Rodríguez, 2007).
En efecto, Caiozzi y Donoso fueron los primeros, en sus respectivas creaciones, que retrataron temáticamente la figura del padre y su relación con el/la hijo/a durante los años 90; una figura que fue tratada en todo el cine de esa década en Chile casi de manera exclusiva como un padre autoritario, inútil o ausente. En el caso de “La Luna en el Espejo”, el personaje del padre es representado por Don Arnaldo, un marino retirado y autoritario que vive postrado en la cama junto al Gordo, su hijo de mediana edad convencido de que su única responsabilidad es cuidar al padre. Junto al Gordo está Lucrecia, la vecina afable y curiosa, quien despierta las pasiones reprimidas del Gordo en esa casa que se ha transformado en su prisión, y por lo mismo Lucrecia es también un alivio y un escape de su vida. Representa la pálida esperanza del Gordo por un futuro esplendor.
Respecto a la casa en la que vive el Gordo, como universo dramático, representa el temor autoritario y la claustrofobia de la vigilancia perpetua, pero también su decadencia, ya que es una casa muy antigua sin vista al mar, que cruje por el desgaste del tiempo, el cual también está presente con el tictac de un reloj entre las conversaciones susurradas del Gordo con Lucrecia, en un intento por tener un poco de intimidad de la mirada y el oído de Don Arnaldo. Esas voces así presentadas constituyen una metáfora llevada a la perfección por Caiozzi, puesto que permite, a través del subtexto, hablar del espíritu de la época post dictatorial en una “democracia tutelada” con el exdictador Augusto Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército.
El único lugar al que Don Arnaldo no puede llegar con el reflejo de sus espejos es la cocina, espacio en el que el Gordo puede dar rienda suelta a sus talentos, pasiones y lujurias. Un escape tanto físico como mental donde canaliza su libido a través de la preparación de suculentos platos, que sueltan sus jugos y que invitan a la paciencia esperando que llegue su punto para consumir. Porque al final es lo que hace el Gordo: pone en pausa su vida mientras debe responder a los cuidados de su padre, con la esperanza de abrir un restaurante en algún momento de su vida junto a Lucrecia. Ese anhelo del Gordo se lo confiesa en la única cita que vemos que tiene con Lucrecia, aprovechando que Don Arnaldo está durmiendo, pero como en una tragedia, vemos que aunque no esté presente en forma física la figura del padre, sí lo está en el miedo por volver antes de que despierte, y que invita a pensar que en un futuro, aunque su padre ya no esté con él, seguirá presente en la inseguridad de cada paso que vaya a dar y el sentir que es una constante decepción ante las imposibles expectativas del tirano. Por eso, la pena embarga cuando en un momento de la película, donde la curiosidad de Lucrecia profana la santidad de las medallas de Don Arnaldo, provoca en él la cólera que se transmite a través del Gordo como una extensión de sí mismo. El Gordo golpea a su amor, desvaneciendo de paso un futuro junto a ella.
Quizás el único instante en el que se forma un ambiente afable y familiar es en la secuencia de año nuevo, donde Gordo con Lucrecia bailan frente a Don Arnaldo, y se siente el cariño y amor de los dos, mientras el padre celebra en su cama dando órdenes sobre cómo bailar. En ese momento, un espejo refleja la luna llena y el anciano se queda pasmado mirándola. Invita al Gordo y a Lucrecia a mirarla con él, maravillados por su belleza, pero luego Don Arnaldo comienza a ver otras imágenes que no deberían estar allí, pero que representa el imaginario y la frustración del exmarino. El mar reflejado, el ascensor Barón con oficiales de la marina saludándolo, fuegos artificiales lanzados desde la Esmeralda, el buque-escuela de la Armada de Chile, que fue sitio de prisión y tortura con ocasión del Golpe de Estado en 1973. Son esas mismas frustraciones las que rompen con el festivo ambiente al confesarle a su hijo que se ha orinado, lo que obliga al Gordo a volver a su rol de cuidador y dar por finalizada la fiesta.
Esta película es un clásico del cine chileno, una obra que permite entrar a la idiosincrasia porteña como muestran los primeros minutos de la película siguiendo a Lucrecia en las compras en el plan de la ciudad, cerca de la Iglesia de la Matriz y las eternas escaleras hacia el cerro. En ese marco, ingresar a la casa de Don Arnaldo es abandonar la realidad para dar espacio a lo absurdo y lo mágico, en la intimidad de una relación trágica entre un padre castrador y su hijo, un eunuco sin norte.
La invitación, por supuesto, es a que la vean, entre otras razones porque tanto esta película como otras de la época, dan cuenta de cómo se vivió en ese Chile postdictadura con una democracia secuestrada y vigilante; además, apreciar el cine nacional como una forma legítima para sentir y expresar emociones universales desde nuestros espacios locales, ya que, desde este Sur del mundo, el cine ha tenido y sigue teniendo arte y humanidad para comunicar.