Desde el inicio de la pandemia, organizaciones como Human Rights Watch y UNICEF han alertado sobre el posible riesgo de aumento de casos de maltrato, negligencia y abuso sexual infantil (1) durante la pandemia (2), especialmente en el contexto intrafamiliar y al interior del hogar. Esto ha ocurrido antes en emergencias de salud, asociadas, por ejemplo, al cierre de escuelas. Así fue en África, entre 2014 y 2016, como consecuencia del ébola (Tener et al., in press). En Chile aún no tenemos cifras claras que muestren un real aumento de los casos, y posiblemente no las tengamos próximamente. No obstante, un análisis de la Jefatura Nacional de Delitos Sexuales de la Policía de Investigaciones (PDI) reportó un 52% menos de denuncias de delitos sexuales entre marzo y junio de 2020, respecto al mismo período del año anterior. Además, de aquellas denuncias, también de acuerdo a datos de la PDI, el 51% de las víctimas fueron agredidas por alguna figura con grado de parentesco. Estos datos son preocupantes y a continuación explicaremos por qué.
Las cifras de agresiones sexuales en el mundo y en Chile ya eran bastante altas con anterioridad a la pandemia. Según un estudio de Unicef (2012) en nuestro país, cerca del 9% de los niños/as reporta haber sufrido agresiones sexuales. De ellos, un 50% se produce en el contexto intrafamiliar. Un estudio más reciente a nivel nacional mostró que el 26% de los adolescentes reportaban haber sufrido algún tipo de victimización sexual durante sus vidas (Pinto-Cortés y Guerra, 2019). Es decir, es un problema de gran extensión.
Adicionalmente, este tipo de experiencias son escasamente reportadas, incluso previo a la pandemia. Por ejemplo, un estudio de la Fundación para la Confianza (2018) mostró que sólo cerca del 50% de los adultos que habían sido agredidos sexualmente en su infancia o adolescencia habían compartido esta experiencia con otra persona. Y de estos casos, pocos llegan a denunciarse. Según el Observatorio de la niñez y adolescencia (2017), la cifra negra, es decir, aquellas agresiones sexuales que no se denuncian, alcanza el 70% de los casos. A pesar de esto, las cifras de denuncias son igualmente altas; por ejemplo, sólo en 2019, la Fiscalía ingresó más de treinta y dos mil nuevos casos por delitos sexuales.
Estas cifras son de gran preocupación, tomando en cuenta los efectos negativos que tienen las agresiones sexuales en quienes han sido víctimas. Existen consecuencias psicológicas en distintas esferas, en el corto y largo plazo, aumentando la probabilidad de presentar depresión, estrés post-traumático, ansiedad, entre otros cuadros (Adam et al., 2018; Guha et al., 2019). No obstante, las consecuencias presentadas no son iguales en todas las personas y dependerán de múltiples factores. Entre ellos, edad, relación con el agresor, cronicidad del abuso, entre otros (Felzen, 2014; Hornor, 2010; Maniglio, 2009).
Dentro de estos elementos, es importante destacar que la mayor cronicidad de las agresiones sexuales se ha asociado a efectos más severos en el mediano y largo plazo (Echeburúa y Corral, 2006). De esta forma, aun cuando lo ideal es la prevención, intentando que estas experiencias no ocurran, también es importante su detección temprana, ya que si las experiencias de abuso se interrumpen tempranamente, disminuye su recurrencia y se puede reducir su potencial impacto negativo.
Factores de riesgo a nivel socio-familiar
Si no tenemos claridad sobre el aumento efectivo de las agresiones sexuales a niños, niñas y adolescentes durante la pandemia ¿por qué se considera el contexto sanitario actual como un factor de riesgo para su ocurrencia? ¿Y cómo se puede entender la disminución en su reporte?
Lo primero es destacar que, en el contexto de pandemia y especialmente en cuarentena, se ha descrito el aumento de algunos factores de riesgo a nivel familiar identificados para el abuso infantil. Por ejemplo, aislamiento social, aumento de consumo de alcohol, conflictividad en el hogar y dificultades de salud mental. Además, se ha mencionado que el estrés familiar y social a causa de la pandemia aumenta el riesgo de violencia (Pereda y Díaz-Faes, 2020; Tener et al., in press).
A lo anterior se suman aquellas situaciones de victimización sexual intrafamiliar que ya venían desarrollándose previamente y cuya ocurrencia podría aumentar dadas las medidas de confinamiento. Esto, debido a que las víctimas permanecerían encerradas junto al agresor, lo cual facilitaría el acceso del perpetrador (Bradbury- Jones & Isham 2020; Pereda y Díaz-Faes, 2020; Tener et al., in press).
De todas formas, no todas las familias han vivido de la misma manera la pandemia, y además es importante considerar que el abuso infantil es un fenómeno multicausado, con factores de riesgo en diferentes niveles (individual, familiar, social, etcétera).
Dentro de los factores de riesgo a nivel social y cultural asociados a las agresiones sexuales, podemos mencionar las normas sociales y culturales que debilitan el estatus del niño/a en las relaciones con los adultos. Esta situación, que ha estado históricamente presente, también se ha visto plasmada durante la pandemia. En esta línea, el Observatorio para la niñez y adolescencia (2020), en su boletín sobre Covid, muestra cómo, en el caso de los niños, los efectos de esta enfermedad han sido invisibilizados en nuestro país, así como también sus necesidades y derechos, como por ejemplo, el derecho al juego y la recreación en espacios abiertos.
También en los últimos meses hemos visto diferentes casos de agresiones sexuales difundidos mediáticamente (como por ejemplo el caso de Antonia (3)), que reflejan concepciones sociales que tienden a culpabilizar a las víctimas y a minimizar el daño, así como también evidencian las dificultades en el acceso a la justicia, especialmente para ciertos grupos, como las mujeres y los niños/as. Vinculado a esto, de los casos de agresiones sexuales a niños/as y adolescentes denunciados, sólo cerca de un 16% recibe una sentencia condenatoria a nivel judicial (Observatorio de la niñez y adolescencia, 2017). Todos estos elementos dan cuenta de cómo aspectos sociales y culturales tienden a perpetuar la violencia en nuestra sociedad, sobre todo hacia algunos grupos.
Acá quisiéramos referirnos brevemente a otro elemento que se ha mencionado durante la pandemia. Esto es, asociar el abuso sexual a contextos de hacinamiento. Aun cuando el hacinamiento es uno de los factores de riesgo identificados en la literatura (Servicio Nacional de Menores, 2019), creemos que focalizarse sólo en ello tiende a estigmatizar a quienes viven en estas condiciones y a suponer que el abuso sólo ocurre en este escenario, lo cual no es efectivo. Se ha visto que las agresiones sexuales se producen en distintos niveles socioeconómicos y diferentes contextos. Lo que tiende a ocurrir es que los niveles socioeconómicos más altos denuncian menos estos hechos (Smith y Bentovim, 1994).
Dificultades de detección y develación
¿Por qué es tan difícil que estas experiencias sean reveladas? El conocimiento de la fenomenología de las agresiones sexuales nos permite comprender la dificultad para develar estas experiencias en quienes han sido víctimas, ya que frecuentemente se dan en contextos de cuidado y vínculo, de manera progresiva, y son perpetradas por figuras cercanas afectivamente y que utilizan distintas estrategias que confunden a la víctima e imponen el silencio, siendo difícil para los niños/as y adolescentes identificarlas como abusivas o, cuando han sido identificadas como tales, poder contarlas. Junto con esto, en la dinámica abusiva se tiende a hacer sentir coparticipe a la víctima, con lo cual los sentimientos de culpa y vergüenza dificultan también la develación (Centro de Asistencia a Víctimas de Atentados Sexuales, 2011).
Esto también se asocia a otro factor de riesgo a nivel intrafamiliar, la denominada transgeneracionalidad del abuso, y que se refiere a que es frecuente que en algunas familias se repitan experiencias de agresión sexual en diferentes miembros a través de distintas generaciones. La transgeneracionalidad implica, por un lado, un mayor riesgo de sufrir eventos abusivos cuando los cuidadores primarios los han sufrido y no han podido elaborarlos; y, por otro, la tendencia a repetir patrones relacionales dañinos aprendidos en la familia de origen con la familia actual (Maida et al., 2005; Testa et. al., 2011). Esto ayuda a entender el que muchas veces cueste contar o reconocer experiencias que han sido naturalizadas a nivel familiar.
Especialmente se ha visto la dificultad de los niños/as y adolescentes para contar experiencias de abuso intrafamiliar en este mismo contexto. En parte por la inseguridad, el impacto emocional y la desestabilización que la apertura pudiera generar en todo el grupo familiar. En este sentido, la cercanía con el agresor constituye una dificultad adicional para la develación en el contexto de confinamiento, ya que en general las víctimas requieren cierta distancia para poder compartir la experiencia. La privacidad necesaria y el contacto con personas de confianza favorecen la develación. Y es probable que las opciones de ayuda, en el contexto de pandemia, estén siendo insuficientes.
Así, además del aumento de los factores de riesgo, los factores protectores, que ayudan a visibilizar las experiencias de abuso, han estado ausentes, o ha sido difícil acceder a ellos durante la pandemia. Por ejemplo, la asistencia al colegio, los controles de salud, la relación con pares u otras instancias de apoyo psicosocial (Pereda y Díaz-Faes, 2020; Tener et al., in press).
Se ha visto que las experiencias de abuso muchas veces son detectadas fuera de la familia. Por ejemplo, un estudio sobre develación en casos de agresiones sexuales en Chile (Gutierrez et al., 2016) mostró que aun cuando un 60% de los niños/as devela el abuso a un adulto familiar (principalmente a la madre), un 25% de ellos lo hace a adultos fuera de la familia, principalmente del contexto escolar, y algunos adolescentes lo develan a sus pares.
El rol protector de la escuela y los profesores
En este sentido, quisiéramos destacar especialmente el rol de la escuela como factor protector. Durante la pandemia se ha discutido mucho respecto a cómo mantener la educación a distancia, no obstante, sabemos que la comunidad escolar también cumple un rol relevante en favorecer la detección temprana de problemas de salud mental y experiencias abusivas en los niños/as. Es posible que durante la pandemia este rol de los profesionales del contexto escolar, preocupados por el apoyo emocional integral a los niños/as, se haya visto dificultado, especialmente con los niños/as más vulnerables y con menor acceso a tecnología.
A nivel internacional se ha hecho notar que la disminución de los reportes de abuso que habitualmente realiza personal escolar ha coincidido con el cierre de las escuelas debido a la pandemia (Fore y Cappa, 2020).
¿Y cómo prevenimos? Al ser el abuso un fenómeno multifactorial, para su prevención es necesario trabajar en relación a diferentes factores, promoviendo los protectores e intentando disminuir la incidencia de aquellos de riesgo. Pensar que solamente abriendo las escuelas se soluciona el problema del abuso sexual intrafamiliar durante la crisis sanitaria es una falacia, existiendo desafíos para la prevención que trascienden el contexto de pandemia. En este sentido, los factores sociales y culturales asociados al abuso son elementos importantes a trabajar en el largo plazo, con y sin pandemia, comprometiéndonos como sociedad en la protección a la infancia.
Para promover la prevención y detección temprana de las agresiones sexuales en el hogar en contexto de pandemia y confinamiento, un elemento fundamental es la mantención de los vínculos con redes de apoyo, tales como el contacto con pares y con programas de salud, educación y protección a distancia. Especialmente, creemos que la escuela podría seguir siendo un factor protector, en la medida que siga cumpliendo un rol en la educación integral, no sólo enfocado en el aprendizaje de contenidos, sino en una preocupación global por la salud mental y bienestar del niño/a o adolescente. Aun cuando probablemente esto implica un gran desafío, es importante fortalecer el rol protector de la escuela durante la pandemia.
Y junto con esto, a nivel internacional se ha descrito el aumento de la demanda de intervenciones a distancia, pero a la vez la necesidad de diversificarlas, debido a sus limitaciones y porque no todos pueden acceder a ellas (Bradbury- Jones & Isham 2020; Fore & Cappa, 2020; Tener et al., in press).
Por otro lado, también cobra relevancia promover los vínculos cercanos y de calidad con los niños/as y adolescentes y la presencia de adultos protectores, tanto dentro como fuera del hogar, con los cuales los niños/as y adolescentes puedan conversar acerca de sus preocupaciones, problemas y emociones. Esto se ha mencionado como un importante elemento que favorece que los niños/as y adolescentes cuenten experiencias difíciles que han vivido, en tanto sienten que hay un adulto que los va a escuchar y proteger (McElvaney, 2016).
En contexto de pandemia, es posible que el “tercero protector” (entendido como una persona cercana que podría proteger o contribuir a la develación), no esté disponible, o esté tecnológicamente mediado, lo que dificulta detectar aspectos emocionales o claves conductuales indicativas de alguna alerta en los niños/as. Por eso resulta muy relevante mantener la curiosidad por los estados internos y mentales del niño/a, también a distancia, que promuevan la comunicación y validación emocional.
¿Y qué pasa si se detecta una experiencia de abuso? Si se detecta, o el niño/a o adolescente revela una experiencia de abuso ocurrida durante la cuarentena y/o previo a ella, en primer lugar es muy importante el apoyo y la contención al relato del niño/a, sin cuestionar su vivencia ni culpabilizarlo por lo ocurrido. Son relatos difíciles de escuchar y siempre hubiera sido mejor que no hubiera ocurrido, sin embargo, legitimar la vivencia del niño/a es fundamental y reconocer siempre al agresor como responsable de los hechos. Se ha visto la relevancia del apoyo, credibilidad y protección, especialmente de las figuras parentales del niño/a, para su ajuste psicológico posterior (Echeburúa y Corral, 2006; Felzen, 2014; Hornor, 2010).
Luego de conocido el relato, cualquier persona puede realizar la denuncia ante las autoridades competentes. Pero con la denuncia no se resuelve el tema, sino que puede ser un punto de inicio para la protección del niño/a e intervenciones de apoyo.
Se ha visto que, en la medida que se reciban los apoyos e intervenciones apropiados, se favorece el bienestar psicológico de quienes han sido víctimas (Felzen, 2014; Hornor, 2010). A partir de resultados de investigaciones que hemos llevado a cabo en nuestro país (Capella et al., 2016; Capella y Rodriguez, 2018), hemos visto que a pesar de lo dolorosas que son estas experiencias y lo difícil que es superarlas, con ayuda de terapia, de la familia y de otros apoyos sociales, esto sí es posible. Desde el Instituto Milenio para la investigación en depresión y personalidad seguiremos investigando en cómo mejorar estas intervenciones.
Por Claudia Capella, doctora en Psicología, Académica Departamento de Psicología Universidad de Chile; Investigadora del Instituto Milenio para la investigación en depresión y personalidad; Lucía Núñez, doctora (c) en Psicoterapia Pontificia Universidad Católica de Chile y Universidad de Chile; Investigadora del Instituto Milenio para la investigación en depresión y personalidad; Nicolle Alamo, doctora en Psicología, académica de la Escuela de Trabajo Social, Pontificia Universidad Católica de Chile, e Investigadora del Instituto Milenio para la investigación en depresión y personalidad; y Marcia Olhaberry, doctora en Psicoterapia, académica de la Escuela de Psicología, Pontificia Universidad Católica de Chile, e Investigadora del Instituto Milenio para la investigación en depresión y personalidad.
Las tres primeras son docentes del curso digital Salud mental: la cuarta ola de la pandemia, dictado en la Universidad Abierta de Recoleta.
Esta columna se enmarca en el proyecto Fondecyt ‘Proceso de cambio psicoterapéutico en niños y niñas que han sido víctimas de agresiones sexuales: Hacia un modelo comprensivo de la influencia de factores de los adultos responsables, las intervenciones y la relación terapéutica’.
Referencias y notas:
Adam, J., Mrug, S. & Knight, D. (2018). Characteristics of child physical and sexual abuse as predictors of psychopathology. Child Abuse & Neglect, 86, 167-177.
Bradbury- Jones, C. & Isham, L. (2020). Editorial: The pandemic paradox: The consequences of COVID-19 on domestic violence. Journal of Clinical Nursing, 29, 2047-2049.
Capella, C., Lama, X., Rodríguez, L., Águila, D., Beiza, G., Dussert, D. & Gutiérrez, C. (2016). Winning a Race: Narratives of Healing and Psychotherapy in Children and Adolescents Who Have Been Sexually Abused. Journal of Child Sexual Abuse, 25(1), 73-92.
Capella, C. & Rodriguez, L. (2018). Buenas prácticas que favorecen el cambio psicoterapéutico en casos de agresiones sexuales: Integrando la perspectiva de niños/as y adolescentes que han sido víctimas, sus padres y psicoterapeutas. Revista Señales, 18, 7-22.
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[1] Las agresiones sexuales o el fenómeno del abuso sexual infantil han sido entendidas como la implicación de un niño, niña o adolescente en actividades sexuales ejercidas por adultos u otros menores de edad que ejercen poder de manera asimétrica, y que implican coacción implícita o explícita (MINSAL y UNICEF, 2011).