En medio de la crisis por la que está atravesando Chile, es bueno hacer un ejercicio de memoria histórica. Cuando la asignatura de historia está en jaque para convertirse en una asignatura electiva, se hace más importante conocer nuestro pasado para construir un nuevo futuro.
Guardando las proporciones, lo que está sucediendo ahora posee un clima general semejante al que acontecía en el Chile de la década del veinte, en el siglo pasado. En esos años subsistía un gobierno parlamentario con el Congreso formado por la élite imperante (nada muy nuevo). Además, se vivía la crisis salitrera que dejaba al descubierto las paupérrimas condiciones de trabajo que sufrían los obreros por parte de los dueños de las salitreras -todos extranjeros, principalmente ingleses-, todo lo cual fue caldo de cultivo para aumentar el descontento, en lo que se denominó la ‘cuestión social’. El nacimiento del Partido Obrero Socialista, futuro Partido Comunista, de la mano de Luis Emilio Recabarren, intentó interpretar y darle voz a este descontento por la desigualdad; la disociación de la élite, que acaparaba todo el poder político y gran parte del económico. Así, se fueron articulando las molestias de los obreros de la ciudad, los del salitre, los niños trabajadores; en suma, los más postergados.
Al mismo tiempo, una incipiente clase media (concepto muy distinto al que se tiene hoy) de intelectuales, profesores y empleados públicos apoyaron en gran medida el crecimiento del descontento. La elección presidencial de 1920 será recordada como una de la más álgidas e importantes de nuestra historia. Surgía un candidato que, a diferencia de los anteriores, era cercano y sensible con los problemas que imperaban; le hablaba a la gente, recorría el país y parecía hacer suya la voz de los sin voz. Arturo Alessandri -el ‘León de Tarapacá’- llegó al poder en medio de las esperanzas de su ‘chusma querida’, y el recelo de la ‘canalla dorada’, apelativos para la clase obrera y la élite, respectivamente.
En un régimen parlamentario muy a la chilena, el programa de gobierno era muy difícil de implementar. La figura presidencial tenía muy pocas atribuciones y se abusaba de la apelación a los ministros, quienes en ese tiempo no eran de exclusiva confianza del primer mandatario, sino que debían ser aprobados (y/o removidos) por el Congreso. Pronto, la popularidad del León estaría en jaque al no tener mayoría en el parlamento. Una serie de proyectos sociales dormían el sueño de los justos… eso, hasta septiembre de 1924.
En el Congreso se comenzó a discutir la idea de implementar una dieta parlamentaria, con el fin de que no solo los ricos llegasen a ser parlamentarios (es decir, hasta entonces, la política solo podían ejercerlas los ricos, por cuanto no se recibía estipendio por ello). El hecho de que la clase dirigente planteara enriquecerse más todavía, sin considerar las necesidades de un pueblo sumido en la miseria y el analfabetismo, fue la chispa de una explosión de la que se harían cargo los militares. Sí, otra vez los militares.
En el colegio seguramente hemos escuchado hablar del ‘ruido de sables’ que hizo un grupo de jóvenes militares en el Congreso el 4 de septiembre de 1924, descontentos por la osadía de los parlamentarios de crearse un ingreso a espaldas del pueblo. Lo que no se explica es el trasfondo de este choque de armas ni las consecuencias que ello traería para nuestro país.
El ejército era quizás más pobre de lo que podemos imaginar, y carecía de derechos sociales tanto como el resto del pueblo. A diferencia de este último, el Ejército tenía el poder de las armas. La presión que aplicaron al Congreso fue tanta, que casi de un día para otro se promulgó una serie de leyes sociales que rigen hasta el día de hoy: seguro obrero, jornada laboral de ocho horas diarias, ley de accidentes del trabajo, existencia de sindicatos, entre otras. Hoy todo eso nos vuelve a hacer sentido, con nuestras propias demandas; pero parecen ser ecos en el viento.
He aquí otro hecho del cual poco o nada se habla, revelando así una vez más la importancia de preservar y difundir la memoria histórica, y reflexionar sobre ella.
La situación fue cada vez más insostenible, hasta que el 11 de septiembre de 1924 un grupo de militares realizó un golpe de Estado, obligando a Alessandri a exiliarse en el extranjero, y ante eso, establecer una Junta de Gobierno Militar (Sí, un 11 de septiembre. Sí, un golpe de Estado. Sí, una Junta Militar).
A partir de ahí se suceden una serie de acontecimientos que van a hacer de Chile un país inestable políticamente, con golpes (golpe a la Junta de Gobierno donde Carlos Ibáñez del Campo impondría su figura hacia adelante), traiciones (Ibáñez frente a Alessandri), dictaduras, república socialista y otros, hasta el retorno a una aparente calma en 1932, con el regreso del León de Tarapacá, quien conservó su apodo, pero cuya persona y figura presidencial serían diametralmente opuestas a aquellas del Cielito lindo de 1920.
Todo este ejercicio implica la importancia de resignificar nuestra memoria histórica; de repasar los hechos acontecidos en el pasado; de aprender de los errores; de intentar no repetir períodos oscuros. Hoy, en el presente, existen demandas similares a las de 1920, pero no existe una figura que se haga cargo de este descontento y de esta apatía y desconfianza hacia las instituciones y la clase política. Hay que reflexionar, hacerse cargo y encauzar las necesidades legítimas del pueblo, y no repetir las consecuencias que, como ciudadanxs, deberíamos conocer. He ahí la importancia de la educación cívica, de conocer nuestra propia historia, y hacerla nuestra.
Claudia González Valdivia
Académica del curso Lenguaje simbólico de las campañas electorales de Chile en los siglos XX y XXI
Universidad Abierta de Recoleta