Opinión / Claudio ‘Pájaro’ Araya, un obcecado de la música

Dejar pasar unos días fue la única opción posible para poder acercarme a la figura y trabajo de Claudio Araya. El pájaro. Dejar pasar ese tiempo me volvió a instalar en esos remotos años ochenta que tanta palabra -buena y mala, si es que existen las malas palabras- han generado. De esos años finales de la década, que en Chile resulta imposible desligar de la dictadura cívico militar, brota la presencia musical de Araya. Viene de la mano de Huara, el grupo que, junto a sus compañeros de ruta de aquellos momentos, me abordó intensamente, dejando hasta la fecha esa sensación tan particular que genera el cruce entre la música de raíz folclórica con las distintas expresiones contemporáneas.

Eran años donde la música se abordaba principalmente desde la sonoridad y las letras, donde el decir en muchos casos, era la expresión central del quehacer creativo. Y Huara, con los trabajos Que se venga el chaparrón y Cafuzo, le entregaron elementos al cuerpo para danzar, para bailar, para que eso que sonaba en tus oídos a través de los aparatos reproductores impusiera el movimiento. Lo mismo y amplificado ocurría al recibirlo desde los escenarios.

Ahí estaba Araya, Claudio. Ahí estaba con los instrumentos en ristre. Enfrascado en ellos, viviendo con ellos. Explorando sus posibilidades. Profundizando hasta las raíces y al mismo tiempo, viajando musicalmente para miles de otros lados. Era una rareza. Era un solitario acompañado. Eran años de verlo y de rara vez, escucharlo hablar. Eran sus manos sobre las cuerdas, sus manos tomando baquetas y su boca soplando aerófonos, era lo más presente. Y hablando en plural, Araya, reconocía en esos años que se sentían solos en esa búsqueda creativa y no ajenos a la incomprensión.

Los años saltan de década en década, para así llegar al nuevo siglo. Araya y Huara vuelven a aparecer. Aparecen con El Fulgor, con Comparsa Huara, con Tambo, o con Danza. Y también Araya se muestra en otras formaciones, fulgurantes algunas de ellas, históricas otras, pero donde siempre fue el ‘Pájaro’. Ese ser que volaba y que se posaba brevemente sobre esas estructuras absorbentes, rutilantes, complejas y aduladoras.

Ese mismo paso del tiempo me sentó a su vera. Esa posibilidad me permitió escucharlo. Me permitió obtener esos otros sonidos desde su boca. Ese decir que siempre fue musical. Ese hablar que lo mostraba en ese vínculo fuerte que tuvo con la música. Fue el momento para escucharlo hablar desde el “yo”, desde el creador, desde el músico que sentía que su trabajo no estaba presente, como el creía que debía estarlo.

Eran los mismos años en que se destacaban sus capacidades, y se cuestionaba su vida. Eran los mismos años en que todos reflexionaban sobre el virtuoso, sobre el interprete generoso, sobre la genialidad del ´pájaro´; y al mismo tiempo le criticaban sus decisiones, sus placeres y lo que nos han enseñado como sociedad, ‘son las oportunidades perdidas’.

No voy a decir hablar con Araya, ya que eso no sucedía. Era más bien escucharlo. En esas escuchas Araya me paseaba en cinco movimientos -como en su disco- o en cuatro o seis frases por toda la riqueza sonora del norte, por la búsqueda de un sonido nuevo y enraizado a la vez, eso que tienen los excelentes músicos, y por frases, palabras, oraciones y sonidos que evocan la alegría, la nostalgia, la soledad, las vivencias, dolores y sentimientos de este «pájaro errante» que, avecindado en Santiago, no perdió nunca su esencia original. A través de esa palabras repetidas, reiteradas, resonadas, Araya insiste, se presenta muchas veces obtuso, obcecado, pero nunca obsecuente, sobre lo que ama, lo que lo despierta, lo que conoce, lo que busca en cada jornada, esas voces de miles años de historia que aún se oyen en el norte de Chile y que era capaz de poner en un acorde, en un pulsar de notas, en un soplar o en un golpear de caja, en una despedida, en un último vaso sobre la mesa, o en un disco y que se reflejan en un verso del tema Fragmento de una solitaria: vengo otra vez, para crecer, para encontrar lo que perdí.

Jordi Berenguer
Instituto de Cultura y Arte Popular
Universidad Abierta de Recoleta