Enormes multitudes protestan en diferentes países del mundo por el ataque del ejército de Israel a Gaza. La debilidad de la izquierda no permite saldar cuentas con los gobiernos que se decantan por los conflictos armados. Luis Hermosilla, el abogado de los políticos, tropieza y arrastra a la elite en su caída.
El ataque de represalia de Israel contra la población civil de la Franja de Gaza ha llevado a miles de personas a manifestarse en los diferentes países del mundo. Incluso en Francia y Reino Unido – donde las protestas en apoyo a Palestina son abiertamente criminalizadas por las autoridades al declararlas “ilegales”-, los ciudadanos hastiados por las imágenes de niños heridos y mutilados que recorren la web y las rrss desafían a sus gobiernos por apoyar implícita y explícitamente al gobierno de Netanyahu: “Más de 300.000 personas, en su mayoría con banderas y pancartas, se han manifestado este sábado por el centro de Londres para pedir un alto el fuego en Gaza (…) jóvenes, ancianos y familias con niños han caminado desde el céntrico Hyde Park hasta la embajada de Estados Unidos, para pedir a este país que haga lo posible para frenar los ataques de Israel contra el enclave” (RTVE.es 11/11).
El bombardeo incesante contra las ciudades de Gaza no solamente ha dejado en ruinas las casas de los palestinos, sino que, además, desnuda a las democracias occidentales y su desprecio pertinaz del derecho internacional.
Hace solo unos meses, en la guerra en Ucrania, Occidente se congratulaba por la iniciativa contra Vladimir Putin: “La CPI acusa a Putin de estar involucrado en la deportación de niños y dice que tiene motivos razonables para creer que cometió los actos directamente, además de trabajar con otras personas para ello” (BBC Mundo 17/03). Entonces, ¿para los campeones de los Derechos Humanos sacar a los infantes del frente de batalla es algo peor que lisa y llanamente exterminarlos o mutilarlos?
La hipocresía de las democracias occidentales es tan profunda que ni siquiera el entramado del aparato mediático corporativo mundial es capaz de disfrazarlo; los actos genocidas del gobierno de Netanyahu, con el pleno apoyo de los Estados Unidos, están destruyendo la poca credibilidad moral de un Occidente que durante décadas ha disfrazado sus intereses particulares con el ropaje de defensores de la democracia y las leyes internacionales.
Los medios corporativos internacionales otorgan credibilidad a los actores del gobierno estadounidense como al propio presidente Joe Biden, que aparecen abogando por un alto al fuego o que llaman a respetar el derecho humanitario. Sin embargo, todo es una impostura cuando se conoce que: “Estados Unidos, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, hizo uso de su derecho a veto para bloquear una iniciativa presentada por Brasil que proponía establecer pausas humanitarias y condenaba los ataques a los civiles de todas las partes implicadas en el conflicto” (BBC Mundo 19/10).
Para los políticos de distintas latitudes se ha hecho común, incluso un cliché, afirmar que la crisis de la democracia -que catapulta a puestos de poder a líderes populistas o de extrema derecha- tiene su origen en actos de corrupción partidaria. Sin embargo, el mayor impacto en la democracia liberal está en el doble discurso y la hipocresía: lo que es bueno en Ucrania no lo es en Medio Oriente. A pesar de la aceitada máquina mediática de relaciones públicas dedicada a manipular a los ciudadanos para aceptar las políticas que van en contra de sus propios intereses, existen límites que ni siquiera estados totalitarios podrían cruzar sin ver dañado su control sobre la población.
Por qué entonces en estados democráticos esos límites parecieran no ser significativos o llevar a un descalabro de todo el sistema. Por qué estos mismos líderes logran gobernar en contra de las poblaciones y ser votados en elección tras elección.
La respuesta está en un episodio histórico que aún resulta trascendental para explicar el retroceso democrático en el mundo o la percepción que los ciudadanos tienen de la democracia: la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La implosión de la totalitaria URSS significó un retroceso para los pueblos del mundo. Lo que se presentó en un comienzo como un salto en libertad, al poco andar se convirtió en el mito del “fin de la historia”. El contrapeso que significaba la URSS para detener los abusos del poder liberal en países de Europa, América o Asia, tenía su mejor aliado en la amenaza del comunismo como acicate para políticas liberales con acento social (estado de bienestar europeo, por ejemplo). El fin de la URSS significó el fin de la izquierda revolucionaria en la mayoría de los países y su reemplazo por una izquierda socialdemócrata que abrazó gustosa la propuesta de dividir el poder con la derecha en un consenso neoliberal que tenía como botín la democracia y los derechos sociales de los pueblos. Al esconder las banderas revolucionarias, la izquierda no tiene identidad al reconocer de facto que la realidad es solo reformable y no radicalmente transformable. Ante la carencia de políticas distintivas de la izquierda, ésta abrazó la política de los derechos de las minorías sexuales (identitaria) en una trampa que divide a los trabajadores que habían logrado una visión común en el marxismo.
No queremos decir que consideremos a la URSS como la panacea de gobierno moral de la historia humana; la Unión cayó por errores propios entre los cuales no fue menor la falta de libertad o la promesa nunca cumplida de eliminar la burocracia y la casta concomitante con privilegios propios que incubó: lo que afirmamos es la utilidad para la democracia y los pueblos de la existencia de la amenaza roja de la URSS.
Volviendo al conflicto en Medio Oriente y el enfrentamiento entre Occidente y el Sur Colectivo, hacen sentido las palabras del historiador británico E.H. Carr en una entrevista de 1978: “No he modificado mi opinión de que 1917 es uno de los momentos cruciales de la historia. Y, lo que es más, todavía afirmo que 1917, conjuntamente con la guerra de 1914-1918, marcaron el principio del fin del sistema capitalista. Pero el mundo no está en movimiento perpetuo, ni se mueve en todas las partes al mismo tiempo. Estoy tentado de decirle que los bolcheviques no obtuvieron su victoria en 1917 a pesar del atraso de la economía y de la sociedad rusas, sino gracias a ello. Creo
que debemos considerar seriamente la hipótesis de que la revolución mundial, de la que 1917 fue el primer acto y que completará el hundimiento del capitalismo, será la revuelta del mundo colonial contra el capitalismo, en su aspecto de imperialismo, más que la revuelta del proletariado en los países capitalistas avanzados”.
No podemos terminar esta columna sin mencionar el escándalo que se produjo por un artículo del medio independiente Ciper Chile en que reproduce una conversación del conocido abogado Luis Hermosilla con un empresario cliente en la que da un instructivo para pagar coimas: “Necesitamos una caja para gastos. Una caja negra. Y esa caja negra… porque parte importante de esta huevá se arregla con plata, que se pasan así, y se pasan en un sobre. Y que, de hecho, ya tenemos la cagada, porque estamos atrasados. Y pasa por los mismos hueones, yo no los conozco, que pasan, que están en el Servicio (de Impuestos Internos). (Ciper 11/11).
Nos congratulamos que un medio independiente haya logrado dar un golpe tan contundente al mito sobre la excepcionalidad de Chile como un país de baja corrupción política. Se establece de las palabras de Hermosilla la práctica de la “coima” como recurrente.
El golpe periodístico de Ciper viene en un momento en que se comienza una campaña mediática basada en el temor a la delincuencia con miras al plebiscito constitucional del 17 de diciembre, donde los medios exhiben abundante material sobre la actividad delictiva, como secuestros y asesinatos, acompañados de una campaña por el A Favor con foco en la seguridad ciudadana o la lucha contra el crimen organizado. Ahora, los electores pueden comprobar que el crimen organizado no es privativo de la delincuencia común, sino que también está presente en el mismo sector que nos quiere hacer tragar la píldora constitucional.
Hermosilla, el abogado predilecto de la élite política, de Sebastián Piñera, Andrés Chadwick y, últimamente, del asesor de La Moneda, Miguel Crispi, en el caso Convenios, cae por su propia boca y arrastra tras de sí a dicha élite. El cuestionado Crispi ve desmoronarse sus posibilidades de continuidad; mientras el empresariado, tiene que salir a pronunciarse sobre el bochorno, obligado a dejar de lado el guion de prescindencia que los caracteriza utilizando a los políticos y los medios como sus voceros: “Nos preocupa sobremanera que la institucionalidad sobre la cual se sustenta nuestra democracia sea dañada por estos actos que vulneran la fe pública y la confianza que permiten el correcto funcionamiento de los mercados” (Ricardo Mewes, presidente de la CPC en La Tercera.com 15/11).
Centro de Estudios de Medios
Primera quincena de noviembre 2023