El derecho a la ciudad: rescatar a la persona, como elemento principal y protagonista de la ciudad que ella misma ha construido. Así definía en 1968 Henri Lefebvre la idea sobre derecho a la ciudad, la que cada vez toma más protagonismo en la discusión pública. Lefebvre vivió en primera línea el surgimiento de la ciudad capitalista y, a partir de sus observaciones, nos heredó un grueso marco de análisis sobre la producción del espacio público. Sus postulados han tomado gran relevancia hoy en día en el debate urbano y el derecho a la ciudad se ha transformado en un slogan más allá de su origen. Desigualdad en el ingreso, injusticia ambiental y acceso a la vivienda son problemáticas muy estudiadas y descritas por decenas de indicadores. Cada semana vemos un nuevo mapa mostrando dónde hay más pobreza, dónde el precio de suelo aumenta, dónde se concentran los automóviles. Esta gran densidad de mediciones y aportes nos permiten diagnosticar la calidad de espacio urbano, estudiar la ciudad, repensarla, diseñarla y construirla. Sin embargo, ningún modelo estadístico, ningún índice ni gestor inmobiliario pudo anticipar la rebeldía de esta ciudad y de estos ciudadanos. Retomar la ciudad en las manos de la gente nunca tuvo un sentido más literal.
La ciudad hoy se rebela en un esfuerzo social por recuperar el espacio perdido por décadas de desarraigo y pragmatismo económico. Las contradicciones intrínsecas de la economía neoliberal se han manifestado expresamente en estos días de revuelta. Bastaría revisar el consenso institucional que muy bien describió John Williamson en 1989, quizás la definición más concisa sobre qué significa el modelo neoliberal y, por extensión, cómo sería la ciudad neoliberal. La ciudad es el espacio donde se disputa el poder, pero hoy el poder es adquisitivo, por tanto, la ciudad es la ciudad que puedes comprar y ante desigualdades extremas de ingreso, desigualdades extremas de ciudad.
El espacio plano de la economía neoclásica, considera al suelo un bien de consumo sometido a las leyes del mercado y la libre competencia. Este modelo ha imperado en el país por décadas, y la ciudad es su fiel expresión material. No obstante, esta lógica no pudo diluir las imprudencias del ciudadano, aquel constructor cotidiano del ritmo de la ciudad, la pasajera, el peatón, la ciclista furiosa, el artista y el vendedor que le da sentido y vida a la ciudad, que de otro modo sería un espacio vacío de significado. Esta ciudad la construimos todas y cada una de las personas, día a día, nuestras decisiones y sueños la moldean.
Revolucionar la ciudad es en esencia revolucionar la estructura del poder y recuperar, para las personas, esa ciudad robada, esa ciudad torcida hacia la acumulación y el crecimiento, lejos de las manos de la gente. Para decidir sobre nuestra ciudad, primero hay que reclamarla.
Alejandro Díaz Medalla
Docente de la Universidad Abierta de Recoleta