Mientras, como ciudadanos, seguimos a la espera de la decisión a la que finalmente arribarán los partidos políticos, para encausar el proceso constituyente luego del triunfo del Rechazo, se siguen multiplicando los intentos de análisis de las razones que condujeron al resultado del plebiscito. Tal y como Cristóbal Bellolio sostuvo en una entrevista en “Última Mirada” de CNN, hoy no podemos sino meramente arrojar hipótesis sobre la mesa, a la espera de tener más antecedentes para poder contrastarlas y/o corroborarlas.
Es posible que una de las causas esté asociada a un error de lectura de los procesos sociales, que nos acompaña incluso desde el estallido social. Me quiero referir, en específico, a la manera en que se entendió que la nueva Constitución y el proceso constituyente podrían servir de cauce para las demandas sociales manifestadas en el estallido. Es posible en esa lectura se haya exagerado el potencial de cambio del proceso constituyente.
En los primeros días del estallido, se comenzó a hablar de ‘nuevo pacto social’. Lo que se estaría demandando -de manera altamente inorgánica, sin liderazgos claros- sería una nueva forma de entender el país, un nuevo trato entre las élites políticas y económicas y la ciudadanía, un trato que significara el fin de los abusos y del aprovechamiento de cuotas de poder y estatus en beneficio únicamente de unos pocos. El concepto de pacto social, como lo expresa Eugenio Tironi, era más bien de contenido sociológico (y por tanto mucho más metafórico y simbólico que lo que podría ser, por contraste, un pacto con forma jurídica).
Pronto los bloques políticos, en efecto, politizaron la idea de pacto social. Dado que el estallido social tenía mucho de inorgánico y de falta de liderazgo o cara visible, los partidos intentaron -pese a su profunda deslegitimación social- ser los articuladores del descontento. Y entonces se recondujo la mirada a la Constitución y a las instituciones heredadas de la dictadura. Este tema venía discutiéndose en profundidad incluso desde el 2011 (donde, como lo señalara el hoy ministro Giorgio Jackson, los dirigentes estudiantiles marchaban al congreso ‘Con Atria en la mochila’ (Atria, 2012: 13)). El estallido parecía la oportunidad perfecta para resituar el tema.
Y entonces la lectura se convirtió en: durante 30 años no se ha podido avanzar lo suficiente porque la Constitución de Augusto Pinochet, con sus amarres, cerrojos y trampas, le ha otorgado poder de veto a la derecha para bloquear todas las reformas que se opongan a la transformación del modelo neo-liberal.
La lectura, así planteada, es sorpresivamente específica. No se trata de que la Constitución bloquee absolutamente todo, o que cristalice en su texto explícito un modelo económico específico, o que fuera necesario transformarla en su totalidad, letra por letra, para avanzar en transformaciones sociales. No. De lo que se trataba, simplemente, era de ‘destrabar’ la política institucional para que ésta pudiera discutir, a futuro, las transformaciones sociales requeridas sin cargar con el lastre del veto de la derecha. No se trataba, tampoco, de negarle a aquel sector político la oportunidad de influir y participar; pero si lo hacía, debía hacerlo en los mismos términos que todos los otros sectores: deliberando, negociando y ofreciendo argumentos en la esfera pública y en los espacios de discusión, y no simplemente confiando en su veto, que operaba de formas cada vez más fácticas (‘nos oponemos a X simplemente porque no estamos de acuerdo’).
Pero la Convención Constitucional, ciertamente con aires de triunfo producto de los arrolladores resultados del plebiscito de entrada y de la elección de convencionales, llevó las cosas un paso más allá del necesario. La Convención Constitucional actuó como si ella fuera la instancia para resolver todo. La Convención Constitucional solucionaría el asunto de los presos políticos de la revuelta. La Convención Constitucional solucionaría, de una vez, y para siempre, la relación con los pueblos originarios. La Convención Constitucional propondría una Constitución que garantizaría, de una vez y para siempre, pensiones dignas, salud accesible, educación de calidad, salarios dignos, etcétera.
Una misión de tal envergadura resultaba imposible por ambiciosa. Es simplemente irrealizable pretender solucionar problemas con tantas dimensiones políticas, económicas y sociales en juego a través de la mera dictación de un texto constitucional. ¿Se puede culpar a los convencionales por haberlo pretendido? A estas alturas, de poco sirve hablar de ‘culpas’ en sentido atributivo-moral. No tenemos claro si se habría podido hacer algo distinto, no tenemos claro si era posible, en el estado de ebullición social en que se encontraba el país, moderar las pasiones. Pero mirado en retrospectiva, este maximalismo transformador le jugó en contra a las posibilidades de triunfo de la opción Apruebo. Allí donde la franja electoral prometió a Juan que apenas se promulgara la nueva Constitución ya no tendría que tener dos trabajos para llegar a fin de mes, Juan simplemente no creyó en esa promesa tan etérea e insustancial.
Con vistas a un nuevo proceso constituyente, es posible que éste termine siendo más acotado que el anterior. Es posible que varios de los temas que aquejan a la sociedad chilena no sean tocados por este nuevo proceso. Pero, si hemos de sacar alguna lección útil para el futuro, quizá el proceso constituyente 2.0 debe volver a leer la realidad del estallido social, y optar por una visión más estratégica y realista. Una nueva Constitución, emanada de un proceso constituyente más acotado, debería simplemente aspirar a destrabar el sistema político e inaugurar uno nuevo libre de vetos unilaterales de un sector. Un sistema político que lleve a todos los sectores a la necesidad de deliberar y negociar en igualdad de condiciones puede ser la llave para lograr, a futuro, las transformaciones que la sociedad chilena necesita con urgencia.
Mauricio Torres J.
Abogado
Docente de la Universidad Abierta de Recoleta